Obradoiro Dixital / Revista de Arquitectura / Outubro 2018 / Colexio Oficial de Arquitectos de Galicia

Algunas conversaciones con don Alejandro de la Sota

Pedro de Llano

Texto

Estas son algunas conversaciones con don Alejandro de la Sota sobre el interés del análisis de la arquitectura vernácula y su relación con la naturaleza, como posible soporte conceptual para el diseño de una racional arquitectura contemporánea.

Volvamos la vista atrás… Estamos en 1941. Alejandro de la Sota finaliza sus estudios de arquitectura en un país que trata de iniciar su recuperación sobre la base de una economía fundamentalmente agrícola. En 1938 la gente del general Franco ha puesto en marcha un servicio gubernamental para colonizar algunas áreas del país destruidas por la guerra que, por razones estrictamente económicas, a la hora de definir su arquitectura utilizará las técnicas constructivas tradicionales del lugar en que pretende actuar dando lugar a soluciones, en ocasiones accidentalmente racionales —semejantes a las utilizadas antes del comienzo del conflicto bélico por los arquitectos republicanos del GATEPAC—, aunque su planteamiento «estilístico» se ciña a las nuevas tendencias culturales imperantes.

Un año después, con la creación del Instituto Nacional de Colonización, ese folclórico pintoresquismo, a veces involuntariamente razonable en cuanto a sus espacios y soluciones constructivas, presente en la arquitectura rural de «los nacionales», va a experimentar una parcial transformación en la que jugarán un importante papel un grupo de jóvenes diseñadores recién graduados —Fernández del Amo, Fernández Alba, Molezún…—, entre los que se encuentra Alejandro de la Sota. Con ellos, por tanto, dará el arquitecto gallego sus primeros pasos como creador.

«Acabé la carrera y entré en el Instituto Nacional de Colonización donde tenía que diseñar nuevos pueblos… —dice en una entrevista realizada por Marta Thorne— Para mí, entonces, el bien total estaba en la arquitectura popular… Recorrí una gran cantidad de aldeas y pueblos, no dibujando ni haciendo fotografías, no… Al volver a mi estudio recordaba lo que había visto y lo llevaba al papel… Incluso creo que al recordar y dibujar inventé algo de ellos».

De este recuerdo partió nuestra primera conversación, luego prolongada por otras, sobre la presencia en sus planteamientos conceptuales de la influencia de la denominada arquitectura popular.

«Si hablamos de la influencia en nuestro trabajo para el INC de la arquitectura popular, —reflexionaba en otra conversación en la que también participaban Manolo Gallego y César Portela— partimos de una contradicción y es que por aquel entonces me encargaron un pueblo de arquitectura vernácula; una contradicción en el encargo. ¿Cómo puede hacer un señorito, por decirlo de algún modo, un pueblo para un organismo público? Si hago lo que aprendí en la escuela, aquello no serviría para nada. Lo que tenía que pensar era que era un encargo de un paisano más, de otro paisano, y de otro más, y que, en su conjunto, venían a pedir que les hiciera un lugar donde se pudieran encontrar bien. Entonces te metes en los pueblos que ellos fueron haciendo, sin reparar en ello… y sin darte cuenta, haces también un poco lo que allí sentiste. Por eso dije en un escrito que tuve que empezar copiando, haciendo lo que veía en aquellos que tomaba por maestros, aquellos que hicieron los pueblos y los hicieron funcionales y hermosos».

Desde mi personal interés por la arquitectura anónima escuchar a don Alejandro fue, sin duda, uno de los más importantes capítulos de mi acercamiento al tema. Para mí, como para otros muchos arquitectos, en ella estaba gran parte de lo que sobre la racionalidad de nuestro trabajo deberíamos conocer y su sutil sensibilidad me ayudó a apuntalar mis convicciones.

«En estos tiempos de grandes dudas, —me decía— gusta ir un poco a la verdad de las obras de los artesanos; saber poco de las malicias de los arquitectos».

Se situaba, así, en una elegante actitud según la cual las lecciones del pasado —a través de unas elementales construcciones únicamente destinadas a resolver las necesidades de sus futuros habitantes— nos hacen comprender la importancia de prescindir de todo elemento superfluo en el diseño de una arquitectura entendida como una forma para acomodar a sus destinatarios a su medio con una poética ajena a la influencia de cualquier «estilo».

«Tal vez —comentaba— exista confusión sobre si la arquitectura debe estar integrada en la naturaleza o, por el contrario, estar claramente diferenciada. Siempre es difícil, imposible, definir este punto. La naturaleza es funcional, pero además significa libertad. Esa libertad que en cualquiera de las artes resulta tan necesaria».

Para Alejandro de la Sota, como para la mayor parte de los padres de la arquitectura del pasado siglo —Wright, Le Corbusier, Mies…—, el planteamiento de William Morris según el cual el concepto de arquitectura abarca todas aquellas transformaciones de la naturaleza precisas para satisfacer las necesidades de sus usuarios, convirtiéndose en una prolongación del paisaje que habitan, conservaba una plena vigencia.

Para un arquitecto de nuestro tiempo la austera arquitectura de los artesanos anónimos, una intemporal arquitectura que parece nacer como una prolongación de su emplazamiento y del carácter del hombre que la va a habitar, por medio de un estricto sentido de las dimensiones, un preciso uso de los materiales y una lógica adaptación a sus necesidades, debería constituir una fundamental base para sus reflexiones en busca de la razón.

Hablaba, por supuesto, de una arquitectura en la que la forma, lejos de determinar su manera de localizarse en un lugar determinando su relación con el entorno, de definir sus espacios o soluciones constructivas… no era más que el resultado de resolver cada uno de estos temas como consecuencia de la lucidez del pensamiento que le sirvió como base.

Una arquitectura que como afirmó Le Corbusier nos ayuda a «despertar la mente, avivando nuestro ingenio, ensanchando nuestra imaginación y permitiéndonos descubrir el futuro en un pasado maravilloso».

«No hay naturaleza ni paisaje anodino, todo tiene un profundo interés. La arquitectura puede acercarte a la naturaleza o puede ponerse frente a ella, pero no puede olvidarse del paisaje. Si vuelvo la vista atrás –—meditaba nuestro viejo maestro en una de nuestras conversaciones durante sus últimas vacaciones en Corrubedo— me encuentro con una de mis primeras experiencias, la de Esquivel. Allí intenté entender a quienes hicieron aquellos pueblos fascinantes».

Sabiendo que yo pronto tendría que viajar a Sevilla me hizo un encargo. Ir a Esquivel y, después de recorrerlo detenidamente, traerle un par de carretes de diapositivas.

Por supuesto no podía faltar a su petición. Tomé un taxi que no conocía la existencia del poblado y, después de unas «andaluzas» indagaciones, llegué a un sorprendentemente desconocido conjunto arquitectónico que pronto me cautivó. Era el resultado de la fusión de la experiencia de unos constructores analfabetos y las más recientes novedades surrealistas. El atractivo «tipismo» presente en él había «desaparecido» para, como él siempre recordaba, evitar convertirse en un simple conjunto de bambalinas por medio de una arquitectura con «escala humana», íntimamente ligada a su medio, que tanto recordaba William Curtis después de su visita al lugar.

«En Esquivel —me comentaba su autor posteriormente— busqué la sencillez. Busqué hacer las cosas con una simplicidad absoluta anulando toda señal del paso de un arquitecto; el poblado debía ser lo más nada posible…».

En Esquivel me encontré con una hermosísima lección de arquitectura. Partiendo de los principios del Movimiento Moderno Alejandro de la Sota definió un pequeño grupo de tipologías de vivienda —elementales paralelepípedos de elemental solución constructiva— en las que, luego, trató de recuperar la personalidad de los pueblos más próximos a través de un catálogo de detalles (puertas, ventanas, chimeneas, balcones…) que, a modo de gestos plásticos, fue utilizando de forma aleatoria para convertir su propuesta en un divertido juego en el que su planta, definida con las peculiaridades geométricas de un abanico, aparece compuesta por un frente ocupado por las instituciones y establecimientos comerciales, y su interior se organiza en torno a pequeñas plazuelas comunicadas por estrechos viales con una curvatura que nos recuerda unos trazados históricos directamente ligados a la topografía. Los constructores locales han dado a sus pueblos una variedad en planta que, sin ser extremadamente irregular, sí es suficiente para que pierdan el aspecto de estar organizados por un rígido trazado.

Sobre Esquivel volvimos a conversar en otra ocasión. Allí aparecen, además, unos patios —intervenciones del hombre para poseer una pequeña porción de territorio directamente ligada a su vivienda— como un planteamiento posteriormente presente en su proyecto para viviendas de vacaciones en Alcudia.

Allí, adaptándose a la climatología de la comarca mallorquina, buscó, como los constructores populares, la manera de apropiarse de la naturaleza e hizo aparecer en su proyecto unos patios, cerrados por tapias, como espacio de transición entre la vivienda y su medio. Unos patios que cubre parcialmente con enredaderas permitiendo a sus habitantes vivir su parcela como una casa más grande.

Yo había vivido en un espacio como el que él había previsto para Alcudia en la isla de Hydra. En la aldea de Vlichos alquilamos una vieja casa, inicialmente ocupada por algún isleño, para pasar una pequeña temporada. Estaba situada en una pendiente sobre el mar y su tapia la separaba del exterior convirtiéndose a la altura de la planta principal en un mirador abierto sobre el mar con vistas a una inolvidable puesta de sol sobre el Peloponeso. Un mirador que, sobre el camino por el que, en la mañana, oíamos pasar a las mulas transportando su carga hacia Molos o Episkopi, cerraba un patio cubierto por la parra y en el que una higuera nos proporcionaba la sombra necesaria para convertir su base en un maravilloso e inesperado espacio de estar exterior. Cuando entré en él, mi primera reacción había sido recordar las casas de Alcudia y una reflexión de Sota en la que le había oído mantener que no existe nada tan ligado al paisaje como la tapia campesina.

Allí comprendí definitivamente que la arquitectura nace cuando, lejos de cualquier anacronismo, «al cumplir la función de cobijar y ordenar nuestro entorno para su uso empieza a tener alma».

Como hoy mismo, los que hicieron posible aquella arquitectura comenzaron su definición analizando los datos a su disposición y planteándose todas las posibilidades materiales de construir.

«Abogo por una arquitectura lógica. —escribió don Alejandro— Como nuestros compañeros de oficio, los maestros de obras, al margen de dibujos centrados en la búsqueda de resultados formales, debemos plantearnos cada problema en toda su extensión, reflexionar sobre las distintas posibilidades de construir lo planteado y el resultado será arquitectura».

A él lo que le interesaba no era el resultado sino el proceso creativo, para él, el único camino para definir una construcción con alma.

«Abogo por una arquitectura lógica. —dijo siempre— Trabajo sobre sistemas constructivos y no formales… Creo que el no hacer arquitectura es el mejor camino para hacerla…».

Pedro de Llano es arquitecto. Fue catedrático de Representación y Teoría Arquitectónica en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de A Coruña y dedicó gran parte de su vida profesional a la investigación de la arquitectura popular, sobre la que escribió varias obras.